LOS DOS ENAMORADOS.
Dicen que en el barrio de San Francisco vivía en un lujoso palacio, el único heredero de una rica familia quiteña. Se llamaba Eduardo y llevaba un ¡lustre apellido! Había quedado huérfano cuando apenas comenzaba sus años de juventud y sorprendido por la riqueza que en sus inexpertas manos pusieron sus parientes, dióse a la ociosidad y buscaba la manera de satisfacer el anhelo de amar.
Una tarde en que regresaba cazando perdices en las faldas del Pichincha, al pasar frente a un huerto donde abundaban los rosales, vio a una niña más hermosa que las flores. Quedó boquiabierto con el oportuno y feliz descubrimiento; luego averiguó en la vecindad el nombre de la niña y el de sus íntimos familiares. Dijéronle que pertenecía a una familia humilde, y que se llamaba Blanca María, añadiendo que era muy apreciada por sus bondadosos sentimientos.
Desde ese venturoso encuentro, el rico heredero, montaba en un hermoso caballo y todas las tardes paseaba alrededor de la pintoresca casita de Blanca María, hasta que consiguió que pusiera atención a sus frases de amor. Más, la niña le explicó que con el consentimiento de sus padres, amaba a un joven pobre como ella, que era escultor y pintaba maravillosos cuadros. Sin embargo, Eduardo continuaba insistiendo en su amor y no eran pocas las noches que acudía con dulces serenatas a cantar las penas de su corazón enamorado en la puerta de la casa de Blanca María.
LA NOCHE DEL ENCUENTRO.
Y una de aquellas noches, en el momento en que los guitarristas iniciaban una tonada muy popular en ese tiempo, y Eduardo daba golpecitos en la ventana de su hermosa
pretendida, un hombre igualmente joven, alto y con la apariencia de una fuerte musculatura, paróse de modo repentino frente al joven rico.
— ¿Me permitirá, le dijo, su merced por un instante?
— ¿Qué deseas?, contestó Eduardo con mucho enojo.
—Apenas una simple explicación, replicó el hombre.
—Pues, déjalo para otro momento que en el actual estoy ocupado, continuó el de la serenata en tono altivo.
—Precisamente, he acertado al escoger este momento, que es el más oportuno, pues debe saber que la niña a quien trata de convencer a fuerza de música, tiene los oídos sordos para su merced, y...
— ¿Eres acaso el pintor, su prometido?
—Esa es la verdad. Soy el humilde pintor enamorado de Blanca María. —Y, ¿qué insinúas?
—Que su merced no vuelva más a poner sus pies frente a esta ventana porque los rojos claveles que florecen en los tiestos detrás de sus rejas, son para mí y sólo para mí, y para los extraños se transforman en sangre...
— ¡Caramba! ¡Qué pretensión! ¡Hasta ahora no había visto tunante más bravo!
—Pronto su merced sabrá que no soy un tunante, sino un hombre honrado con paciencia para oír tonterías, pero también con buenos puños para hacerle callar en todos los días de la existencia...
LA PELEA.
— ¡Fuera de aquí insolente, que capaz soy de herirte y manchar mis manos!, exclamó colérico Eduardo.
—Si su merced se dignara apartarse un trecho de sus sirvientes, probaría que es un cobarde que sólo despierta lástima...
— ¡Basta! ¡Qué voy a enseñarte a no interrumpir los actos de un caballero! ¡Sígueme!
Paróse entonces Eduardo en donde el silencio era completo y la luz de un farolillo aclaraba débilmente y propuso:
—Aquí podemos probar tu valor. ¿Quieres pelear a cuchillo? — ¡No acostumbro, porqué me bastan mis puños! — ¡Pues, te espero!
—Golpea tú primero, repuso cambiando de tono el pintor. — ¡Hombre! ¿Con que me tratas como tu igual?
—Ni más ni menos. Para mí, ni siquiera tienes el mérito de haber hecho tu fortuna con tu trabajo, sino que la heredaste. Eres, pues, un hombre simple, ¡como cualquier hombre simple!
—Cállate, insolente, repuso el rico, lanzándose furioso puñal en mano. El pintor rápidamente esquivó el golpe y con destreza, torcióle la muñeca, haciéndole soltar el arma. Luego, sin perder un instante, cogióle por los brazos y lo estrelló contra las piedras de la calle.
Eduardo quedó tendido en el suelo. Y cuando el pintor se agachó para ver el daño que le había ocasionado, observó con terror que estaba muerto.
EL MONJE DE LAS AVEMARIAS.
El autor del crimen huyó, y fueron inútiles los esfuerzos que las autoridades hicieron para descubrir su escondite. Y pocos meses después de este escándalo, los devotos que acudían a rezar sus plegarias al templo de San Diego, hablaban con frecuencia de un "Avemarías", que abandonaba su celda y caminaba, paso a paso, al centro del patio del convento, postrándose devotamente y quedando inmóvil. Muchos vecinos constataron la verdad de este acontecimiento, pero nadie sabía qué religioso ni qué grave motivo le impulsaba a hacer oración de manera tan misteriosa.
LA TRADICIÓN DE LA CRUZ DEL PATIO DE SAN DIEGO.
Durante varios años el monje siguió cumpliendo severamente su oración; dejábase ver apenas como una tenue sombra, entre la oscuridad de la madrugada.
Pero una mañana las campanas de San Diego tocaron a duelo, llevando en su triste sonido, la noticia de que había terminado la vida el monje de la rara devoción.
Pocos días después, se levantaba una majestuosa cruz de piedra en el lugar donde oraba extrañamente el desconocido religioso.
Se supo entonces que el devoto monje era el pintor que arrepentido de su violencia, pidió amparo a los hijos de San Francisco de Asís, y, cuando acudía al patio del convento al toque de las Avemarías, cumplía la dura penitencia impuesta por su confesor. Se añade que en largos años que pasó observando santamente ejemplar recogimiento, pintó numerosos y magníficos cuadros, para que después de su muerte, una cruz de piedra sea la que invite a sus compañeros de la Orden Franciscana a que recen diariamente por su salvación.
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