Las vírgenes del Sol cantaban al amanecer cuando iba asentándose sobre el mundo el astro rey. Y luego, a la tarde, le rezaban pidiéndole que también al día siguiente les concediera contemplar su rostro divino, lleno de luz y lejanía.
Entre el día su distracción era tejer los vestidos más lindos para la familia imperial del Reino de Quito.
Cuando Atahualpa recibió la herencia de su padre, por un regalo del dios Sol, encontró dos vírgenes de manos delicadísimas para tejerle sus ricos vestidos imperiales.
Ellas eran Cora y Chasca. Habían sido elegidas por el gran Sacerdote Uillac-Uma mediante una inspiración divina.
Hora tras hora removían con sus manos los blancos copos de algodón para convertirlos en finísimos hilos que, juntándose, formaban la delicada túnica del Inca.
Por la noche salían a la explanada junto al templo. Mientras las dos vírgenes tendían los vestidos a los pies de su Madre Luna, le imploraban agilidad para sus manos y bendición a fin de encontrar gracia ante el soberano Atahualpa. El milagro no se hacía esperar: miles de flores les regalaban su perfume e inmediatamente aparecían centenares de ratoncitos blancos que, con sus uñas, iban trazando caprichosos y admirables dibujos. Luego, recortaban con sus dientes la tela, dándole la forma del ropaje y desaparecían.
Así presentaban Cora y Chasca el vestido al gran Sacerdote; así adornaban el esbelto cuerpo del Inca en la fiesta solemne del Inti-Raimi.
Pero un día... la terrible noticia de la muerte de Atahualpa vino a quitarles la calma.
Lloraron. Maldijeron a los barbudos hombres blancos que le habían engañado para asesinarle traidoramente. Escucharon la profecía del Gran Sacerdote Uillac-Uma por la cual se anunciaba el derramamiento de abundante sangre aborigen.
Sin dormir pasaban las noches y el llanto aparecía a sus ojos con mucha frecuencia.
Y vino la hora fatal. Rumiñahui y sus soldados, escapando de la matanza de Cajamarca y perseguidos por Benalcázar, llamaron a las puertas del templo.
-¡Mama-Quilla, sálvanos!—, exclamó Cora levantando sus ojos al cielo.
— ¡Sálvanos, Mama-Quilla!—, continuó Chasca pidiendo la protección de la Luna.
Los cuchillos de los "auca-runas" (soldados), manchados en sangre de vírgenes se acercaron a ellas. Rumiñahui tendió la mano, ordenando su muerte; pero, en ese instante apareció una dorada alfombra guiada por centenares de alados ratoncitos blancos. Los guerreros-; indios se detuvieron espantados, mientras las dos vírgenes, paradas en la mágica alfombra, eran transportadas a una pequeña playa del río Machángara.
Miles de luciérnagas se encendieron entonces. Leve ruido de alas flotó en el ambiente; las sombras de Cora y Chasca parecían flotar inquietas a la caricia del viento.
Los ratoncitos cavaron y cavaron hasta hacer brotar una fuente cristalina
Las dos vírgenes repitieron sus tradicionales plegarias a los dioses y extendieron sus brazos a la Luna. Y como si la diosa hubiese oído sus ruegos, la fuente les bañó con agua y luz hasta ocultarlas en el fresco descanso de su seno
No hay comentarios:
Publicar un comentario